jueves, 28 de agosto de 2014

Todavía sé llorar de la emoción, todavía tengo el cosquilleo atento del dolor acariciándome a la mínima en que me quedo solo. Me enchufo adrenalina y canciones para salir a la calle y vaciarme al primer peldaño. Las lágrimas secas y el sudor efervescente. No ver venir sentimientos, chocarte con ellos, desangrarte sin ninguna clase de preparación. El estilo cascado de los viejos boxeadores tras el KO y las apuestas. Para qué besar la lona si puedes follártela. La resistencia de esos corredores escuálidos que se aferran al asfalto como pidiéndole droga a su horizonte. El hambre ha llegado, señor, pero no da tanto miedo como el hombre que la trajo. Así avanzo, haciendo tratos de lavadora con la ropa sucia, atrasando media hora cada reloj, con un mono de cansancio como único uniforme de animal sin fuerza, así avanzo, con la mochila rota y los libros a medio leer, incapaz de ninguna resistencia, como si me hubieran soltado o acabara de escapar y no tuviera más que una ciudad aletargada a la que le sobra leña y le faltan pirómanos que no trafiquen con la espuma artificial del fuego. Así avanzo majestad, descalzo sobre las brasas buscando un abrazo en la mirada turbia, buscando las ganas en la lástima de la caricia, buscando las fuerzas tras una obertura de piernas en soledad. Que me compre quien lo entienda. No hay alma de regazo, ni aprecio de oferta, ni olvido infinités y mal, una vida vivida y la otra bebiéndotela, dos caras y ninguna moneda, lo que el aire te da tú sólo lo intoxicas, así fue el juego de tirarnos piedras, que terminamos construyendo muros, y distrayéndonos con sus grietas. A veces, cuando ya no sé que más destrozar,  me vuelvo tan injusto que vuelvo a cogerte de la mano y te susurro: vete a la mierda. A lo mejor allí, al fin, nos encontramos.

Pero tú me besas, y vuelves a volar.