lunes, 15 de junio de 2009

sol

La primera vez que lo hizo a mí me pilló de resaca. Por aquel entonces hacía dos días que nos conocíamos y era imposible imaginarse nada. El término imposible es algo modificable. Puedo decir que eso es lo que fui aprendiendo en todo este tiempo. Que lo imposible normalmente va ligado con la falta de imaginación, pero ¿cómo imaginarlo? Así que después de la segunda noche ella estaba dormida en mi cama y a mí me faltaban muchísimas cosas por saber aun. Y aquel domingo por la mañana me limité a disfrutar del sol que ella me ofrecía. Cuando la luz empezó a taladrar nuestros sueños, nos fuimos revolviendo hacia la esquina de la cama, hasta que estuvimos tan juntos que terminamos tirando de sudor y carne para despertarnos definitivamente. Estuvimos bebiendo por el parque rodeados de punkis y abuelos que bebían de la misma litrona. Luego dimos vueltas por el rastro, ¿o fue antes? No lo sé, el caso es que también estuvimos en una terraza de Lavapiés bebiendo cerveza. Si pienso en aquella mañana, creo que no sabría trazar un mapa de todos los sitios donde estuvimos, pero fueron muchos. Muchísimos. Y en ninguno de ellos fui capaz de pensar (porque lo imposible es solo falta de imaginación) que fuera ella quien estuviera controlando el tiempo.

Como nos conocimos en primavera, siempre tomé como algo normal aquellas tardes en que el sol iba cayendo despidiéndose de nosotros mientras nosotros nos cogíamos de la mano para cruzar las aceras. Si miro hacia atrás, lo cierto es que no logro recordar días grises entre tanto azul de ojos. Una tarde, totalmente sobrio en casa, sí pensé (y fue el principio de los indicios posteriores) en que la luz reflejada del cielo podía tener algo que ver con sus pupilas. Pero solo algo, y no entendía qué.
Fue una noche de después cuando vi lo imposible por primera vez, y no quise hacerle caso. Me había quedado dormido en un portal y ella me sujetaba la cabeza. Se me cerraban los ojos y para mí eso era una buena excusa para que ella no viera mis inevitables ganas de llorar. Me pasa cada cierto tiempo. Me entran ganas de llorar, y no puedo evitarlo. Pero no quería que lo viera ella. Me había visto emocionado alguna vez que yo la había leído mis tripas hasta que tenía que dejarlo por ausencia de garganta. O de saliva. Pero no quería que ella viera mi ruina de vida a través de mis ojos. Y aun así allí estaba, sujetándome la cabeza mientras yo me dejaba dormir para poder llorar a gusto en el cuarto solitario de mis sueños. Me tuve que despertar, porque no era justo estar en aquel portal con ella aguantando. Lo hice, pero me temblaban los ojos. Ella me miraba como pidiendo permiso para hacer algo. Yo no decía nada, solo balbuceaba entre las metáforas y la borrachera, y ella se incorporó de golpe y me tendió su mano. Yo dudaba de mis fuerzas y de mis posibilidades de hacerme el valiente. Pero agarré su mano y me levanté del suelo. Como tantas otras veces. Mantuve el equilibrio sostenido en ella, y en el centro justo de nuestras manos, cayó la primera gota. Pensé (y lo dije, creo) en aquella frase, “lluvia entre los dedos”, que me habían dicho mucho tiempo antes. A la primera gota le siguió la segunda y después vinieron cientos, miles, un ejército de gotas de agua que poco a poco nos fue empapando. Ella me miraba y estaba preciosa, por el efecto de la lluvia parecía toda sudada, y no pude dejar de pensar que era como si acabáramos de follar en mitad de la calle. Ella entonces, muy muy despacio, como pronosticándome su gesto, me quitó el sombrero de la cabeza y el agua comenzó a golpearme en la cara, los ojos, a escurrirse por mis mejillas. Y empecé a llorar. Empapado hasta los huesos, mis lágrimas se fueron diluyendo entre la lluvia, mezclándose, disimulando todas mis miserias. Regateando portales, nos fuimos caminando a casa, mirando los riachuelos que se forman entre las aceras, pisando algún charco, jugando con el reflejo de las farolas en el suelo mojado.

Sin embargo, La noche de la primera despedida, cuando todavía era el ciego viajero que buscaba billetes de ida para cerrar los ojos ante el paisaje que dejaba a mis espaldas, no llovió, y yo no entendí por qué no lo hizo. Ante esos columpios vacíos, ella me abrazó en una noche de estrellas como pocas antes. Por dentro, me había llenado de injusticia y no era justo que ella pasara por eso. Así que la noche de la primera despedida no sirvió de nada que ella no llevara sombrero. Y por sus mejillas, tuve que ver el miedo al vacío deslizándose como una jarra de vino rosado caída en mitad de una barra. Pero ni viéndolo dejé de creer en lo imposible.

Cambié de vida y me mantuve al margen. Hice cosas muy buenas, y también muy malas. Me dejé llevar y al dejar llevarme, terminé cruzándome con ella. Fue en la gran vía, yo estaba buscando un piso nuevo y acababan de darme un buen golpe en la cara. Recién caído, la vi de lejos ir de la mano de alguien. Y cuando quise evitarlo, ya había pronunciado su nombre y ella se había girado. No miento, lo juro, si digo que no recuerdo ni una palabra de aquella breve y artificiosa conversación. Yo le miraba a los ojos y eso sí podría describirlo, pero sería otra poesía. Dije un par de chorradas torpes y me di cuenta de que ella tampoco estaba tranquila. Era finales de agosto, y en mitad del calor contagioso de Madrid, sobre nosotros, se formó una nube. “esa nube me sigue a mí” pensé, recordando el libro de Carlos. Pero seguía sin entender. Seguía faltándome la imaginación, y seguía dando vueltas a mi propio ombligo.

La noche del primer rencuentro me llevó a un garito por Moncloa. Creo que ha sido la única vez que he salido por allí. Terminamos en un portal comiendo sándwiches del sprint porque yo tenía hambre y estaba arto de tanto whiski. Saqué un poquito de hachís, y lo mezclé con tabaco mientras esperábamos a que llegara un colega que la iba a llevar a su casa. Estuvimos fumando a través de la calle vacía, contándonos las superficialidades, pero mirándonos de nuevo a los ojos. Cuando llegaron a recogerla, ella me llevó de la mano hasta la puerta del metro. Y yo me fui dándola un beso, pero sin decir nada. Durante 6 paradas, estuve sonriendo viendo el subsuelo de un Madrid que recogía sus sobras. Cuando salí, estaba amaneciendo. Caminando la recta a casa, el sol se fue abriendo paso a la velocidad de mis piernas de tal manera que yo avanzaba pisando suelo recién amanecido. Suelo virgen de luz. Si la luz, como el cemento fresco, dejara huellas al recién ponerse, esa mañana habría habido un rastro de sombras de pisadas hasta el portal 21 de la calle valencia. Me metí en la cama, y me dormí.

La noche del segundo rencuentro fue una noche sin ropa. Abrazados a ese momento, ninguno de los dos quería moverse demasiado. En mi nueva habitación ya no entraba un sol que pudiera arrinconarnos. La ventana daba un patio interior al que, debido a la altura del edificio, nunca llegaban los rayos del sol. Así que era muy fácil quedarse dormido hasta muy tarde si no ponías el despertador. Y aquel día no lo habíamos puesto. Creo. O tal vez sí. No recuerdo ese detalle. Porque en una de esas veces que entreabres y cierras los ojos, como por inercia, como si estuvieras resituándote antes de continuar durmiendo, vi un punto de luz dando contra las sábanas. Era como un rayo puntual de sol, a modo de haz de linterna, totalmente imposible de ocurrir en aquella habitación. Así que levemente me incorporé, y ella se desperezó un poco y quizá, supongo, pensó que iba a beber agua. Me incliné para que el rayo ese me diera en los ojos, estaba confundido e incluso no rechazaba el estar soñando. Incliné mi rostro buscando un origen, una causa, y vi un espejo que había dejado alguien junto a una ventana de un tercer o cuarto piso del edificio de enfrente. El espejo estaba bruscamente inclinado y en él se reflejaba un punto de luz gigante que por supuesto era el sol. Volví a dormirme creyendo que entendía las cosas.

Pero cuando aquel día nevó fue cuando dejé de creer en las casualidades. Siempre he sido uno de esos tipos desconfiados, casi cínicos, ante la magia y las chorradas del destino. Aquí a todos nos toca hacernos un camino y no seguirlo. No tengo las ideas muy claras al respecto, pero cuando aquel día nevó tuve que rendirme ante las evidencias. Nos despedíamos en mitad de la calle. Íbamos super abrigados porque hacía mucho frío. Estaba nevando y Madrid estaba precioso. Nos estábamos dando los últimos besos antes de tirar cada uno para un lado, disfrutando de la tontería de la nieve, de su belleza. Yo tenía que pillar el 34 y a lo lejos venía. Así que cerré los ojos para dar un último beso y sentir más el frío sobre el rostro. Es verdad que la vista distrae los otros sentidos y por eso cerré los ojos, quería saborear ese instante y no limitarme a verlo. Luego ella se fue a lo lejos y yo me subí al autobús. Dentro, mientras sacaba el abono para ticar, giré la vista para ver el paseo de las acacias nevado y la puerta de Toledo al fondo. Y allí estaba, un alfiler de sol abriéndose paso entre las nubes. Un punzada de luz que se reflejaba en el blanco de los copos que caían del cielo. Me quedé boquiabierto y casi tonto, aturdido como el explorador que al girar una esquina descubre babilonia ante sus ojos. Fue el conductor el que me dijo “pasa, venga”, y yo le sonreí con mi cara de tonto.

Desde entonces me empecé a fijar, y lo que vi fueron noches de invierno que terminaban en mañanas de verano, empecé a ver sombras que hacían formas extrañas como claves musicales. Días de lluvia que se cerraban con un cielo abierto enseñándonos las estrellas. O tardes en las que nevaba cuando yo estaba en clase, y todos se asomaban por la ventana mientras yo ojeaba los mensajes del móvil para ver a qué hora habíamos quedado. No podía enfrentarme a ello, y tampoco quería, así que me limitaba a disfrutarlo. ¿Qué puedes hacer con una persona que controla el tiempo?

Hubo un par de personas que me creyeron, pero el resto me tomaron por loco, o por tonto simplemente. No me importaba demasiado, pero me daba miedo que aquellos que no se lo creían pudieran estropearlo. Trataba de no darle más vueltas y seguía disfrutándolo. Hasta que una tarde no pasó nada. Creo que fue mi culpa por querer forzarlo. Yo la había expuesto mi teoría de que era una superguerrera con poderes y que podía controlar el tiempo. Ella se reía y a mí me parecía genial que ella se riera. Ella riéndose daría para otro relato entero, así que no me voy a desviar. Ella se reía y yo hablaba como un loco y enumeraba y exponía y bueno, la resumía todo lo que aquí he contado mezclando palabras y sin orden alguno. Era el comienzo de la tarde y quería tener una prueba. Quería confirmarlo de una vez por todas y así quitarme las dudas de la cabeza. La tuve toda la tarde dando vueltas de un lado a otro. Hacía un frío de mil demonios, ni siquiera llovía, o nevaba, pero yo estaba convencido de que en cualquier momento ocurriría. Pero no ocurrió nada. Creo que ella se dio cuenta, pero me dejó seguir con mi experimento. Poco a poco, como en los sueños de Traveller, empecé a perder la fe en que ocurriera, “y sin fe sabía que no ocurriría”. Me entristecí un poco. No mucho. Las cosas estaban bien y ella se reía aun. Aun así, me entristecí un poco y ella me cogió mis manos heladas, temblando por el frío, me miro a los ojos y me dijo: “vamos a casa, anda”. Y volvimos. En la habitación, me quitó la ropa y después se desnudó. Yo me tumbé contra la pared, y dudaba de si cerrar los ojos. Sabía que no tenía por qué estar triste. Al fin y al cabo eso no significaba nada. Lo que no había visto con mis ojos no podía borrar lo que sí había visto. Ella se acercó a mi espalda y me abrazó. Estaba ardiendo y por un momento pensé que incluso podría tener fiebre. Me giré para mirarla, y allí estaba ella, sonriéndome de nuevo. Sin dejar de sonreír, sopló y de su boca salió un vaho que me inundó los ojos. Miré la habitación y vi el frío rodeándonos, agazapado contra nosotros, las paredes heladas, los libros llenos de escarcha, la madera de la puerta crujía. Pero ella ardía. Ardía y me abrazaba. Se reía como si fuera una niña gastándome una broma. Sabía que si me alejaba de ella me congelaría. Y entendí que lo imposible es solo falta de imaginación. Que siempre había sido así. Que lo bueno de la magia no es entenderla, sino disfrutarla. Así que cerré los ojos al borde del precipicio, y me dejé caer hasta el nido de las tormentas. Abrazado a ella en esa cama dije un gracias bajito, muy bajito, que apenas lo pudo oír, y así era mejor porque sabía que a ella no le gustaba que le dieran las gracias.

miércoles, 3 de junio de 2009

podría contar los detalles de la última noche. un último desahogo.
el domingo por la tarde se esforzó para decirme que mi madre se quedara con el sello que la regaló su hermano Tomás después de la guerra y que tuvimos que cortar anoche, media hora después de su muerte, porque nunca se lo había quitado y no salía de sus dedos envejecidos. o el rosario de su primera comunión, que quería que se lo quedara mi tía marian. una estampa de la virgen con las iniciales de su madre que eran para mi tía presen, porque se llama igual. la pulsera de la Tere era para mariespe.
lo demás, que ellos vieran cómo lo repartían.
"solo el amor es duro" decía montero. pero mentía. el amor es genial, y da vida. lo duro y cruel es la muerte. verla de cerca en un vómito final que significa game over en esta partida impredecible.
y hoy había un álito triste en la mesa de la cena. 9 personas hablando y sin embargo.
vivió mucho, y a veces le dolió el vivir tanto.
el último día apenas podía hablar. ella sabía, y a veces, eso es peor que no saber. por la noche dejó de hacer ruido al respirar y a mí me pilló fumando. mi hermana se despertó al oirme besarla, y se fue corriendo a despertar a mi madre. eran las 4 de la mañana, y me había quedado despierto. estaba obsesionado con la idea de que cuando ocurriera no estuviera sola. que supiera hasta el final que allí estabamos. no sé hasta qué punto pudo darse cuenta. había aguantado hasta el martes, estoy seguro, porque el lunes mi hermana llegaba de australia y se lo habíamos estado recordando todo el fin de semana. una vez la vio, supe (y todos lo sabíamos) que no duraría demasiado. el martes lo pasó fatal. apenas decía sí o no si la ofrecías agua, y por la tarde ya ni eso. tampoco era plan de alargarlo. y hasta ella sabía eso.
"en vosotros aprendo que la vida tiene menos que ver con los principios que con la dignidad de los finales" decía montero. y eso sí que es verdad.
ok pili, si ves a ese Dios en el que crees, cuidale, ¿vale? y dile que hacemos lo que podemos por hacerlo bien.
muchas gracias a todos. muchisimas. un abrazo gente.

lunes, 1 de junio de 2009

la niña del pelo blanco

Me crié en una casa con 6 mujeres donde yo era un niño travieso que jugaba al futbol en el pasillo con una pelota hecha de bolsas de plástico. Por aquel entonces vivíamos en un piso alquilado en casado del alisal, que ahora ya no existe. Recuerdo a mi padre yendo a la universidad de Oviedo para terminar la carrera, y recuerdo cómo después decidió alquilar un hostal durante los siguientes 11 años de mi infancia. Así que me crié con 6 mujeres que me llevaron en volandas hasta ser el chico/hombre que soy hoy en día. Hasta ser la persona llena de altibajos, defectos camuflados, buen humor, algunos detalles y muchas gracias guardadas en el paladar. Hasta ser lo que soy, que no es tan malo.
Durante aquellos años de piso con tres habitaciones dobles, nos dividíamos de dos en dos para repartir las camas. Yo dormía con mi tía pili, que me dejaba acurrucarme en el lado de la pared, una manía que quizás heredé de por aquel entonces, pero que hasta ahora no me había dado cuenta. Cuantas manías heredadas me quedan por descubrir es algo que empiezan a preguntarse en mi cabeza. Hoy me volví a tumbar en una cama con la pili, me extendí a través de ella y las únicas diferencias que vi es que esta vez era yo quien la sacaba un par de cabezas, y que en lugar de ser yo un niño que crecía, ella era toda una mujer que se estaba muriendo.
No debería contarlo así. Quizá debería ir por un camino de muchos años en donde ella se levantaba por las mañanas para hacer chocolate fundido, me cortaba media barra de pan, y me lo ponía en la mesa para que algún día yo llegara a ser todo un hombre preparado y fuerte. Listo. Valiente. Y un montón de adjetivos que mezclaba entre refranes, y que yo me aprendía. “la práctica hace maestros” y por eso, supongo, ella fue mi maestra en muchísimas guerras contra los granos. En muchísimos primeros pasos que no me habría atrevido a dar de no ser porque ella me sujetaba la mano.
Teníamos un 127 que mi madre conducía para llevarnos al pueblo. Yo iba sobre sus rodillas sosteniéndome y mirando por la ventana. Mi hermana iba en las rodillas de la Tere, y no importa el articulo delante del nombre, para aquellos dos jovencitos en ciernes y para toda una familia hecha de supervivencia, ellas siempre fueron la pili y la tere.
Ahora la tere está en una silla de ruedas, usa pañales, y hay que darla de comer papillas porque no logra masticar nada. La pili, ya lo he dicho, está tumbada en su cama de nuestro piso en propiedad, con los riñones reventados y diciéndole adiós a una vida que la ha llevado por casi 94 años de despedidas constantes. Me arrepiento de no haberla preguntado más por su padre, un hombre que se pasó no sé cuantos años en otra silla de ruedas y que ella tuvo que cuidar en un pueblo perdido de castilla. Me arrepiento de no haberla sacado todos esos detalles que guardaba en una privilegiada memoria llena de cifras y calles, casas maltrechas de adobe, lugares donde ir a merendar y bailes de nombres y letras que solo ella podría explicarnos, y es casi seguro que ya no lo hará.
No sé de lo que hablo, es verdad. Me tiemblan un poco las manos al pulsar las letras. No sé si pretendo un homenaje o es una simple pataleta contra el tiempo. Un no saber estarme callado. Pero admiro y mucho a ese equipo de mujeres que un día se propusieron criarme, y así hicieron. La figura de mi madre cuidando de todos, una médico que aunque no lo diga, no conoce mejor medicina que una caricia bien dada. Mi hermana, que me fue filtrando los consejos y peligros para que yo no tuviera que tragarme los golpes tan de cabeza. Y mis tías mairespe y marian, que siempre se llevan el olvido por mi parte, quizá porque los sentimientos no son delicados, ni mis palabras del todo justas. Quién sabe. Pero hoy me tumbé en esa cama y vi mi pasado, un pasado que puedo contar con la cabeza bien alta, porque siempre fui de la mano de una mujer al colegio, y eso, los que me conocen, saben que yo lo llamo ser un privilegiado.
La pili me peinaba con un peine y me dejaba la raya un lado. Creo que eso hace una buena idea de qué tipo de cuidados hablo. En los últimos años la hacía gracia lo de mis sombreros, pero ni pizca que llevara los vaqueros arrastrados. Hoy me advirtió casi casi seriamente que ni se me ocurra presentarme a su entierro con estas zarandajas. Y yo, que no sé en qué momento dejé de hacerla caso, volveré a ser un niño entre sus brazos y la besaré tan fuerte que no habrá que muerte que valga para separarnos.
Debería explicar que hablo de una de esas mujeres que les parece mal que un hombre friegue los platos, ponga la mesa, o cocine la comida del día siguiente. Habría muchas feministas que deberían conocerla, no para que dejen de gritar, sino todo lo contrario, para que quizá lo hagan más fuerte. Hablo de una de esas mujeres que se han pasado la vida cuidando, sin más. Primero de sus hermanas y hermanos, porque eran pequeños. Después de sus padres porque eran mayores. Y después de sobrinos y nietos que aprendieron a mirar con sus ojos como referencia.
Creo que por eso la gustaba tan poco que jugara con el balón en el patio, porque puestos a cuidar se sentían casi madres hasta de las plantas, esos tiestos que yo a veces, descuidado, rompía y lo intentaba disimular colocando la flor sin que se notara. Ingenuidad, claro, pero la historia que quiero contar no comienza en un punto pero si termina en un lugar. Una cama donde trata de dormir esta noche la niña del pelo blanco y millones de arrugas. Aprendí a bailar con su cojera y a rebelarme viéndola callar. Intuyo que no soy capaz de saber cuántos sentimientos iban en el pack de besos que nos dimos esta tarde. Y supongo que la echaré mucho de menos cuando no consiga dormir en las noches tristes que como el de todos, también tendrá mi futuro. Me dijo “tienes que ser bueno y ayudar” y ojalá pudiera hacer algo para volver atrás en algunos momentos. Una vez te haces viejo empiezas a recordar y los demás empiezan a verte como una foto en blanco y negro. Cuando nací un 10 de agosto del 84 ella tenía 69, así que ya me dirán. 24 tacos del tramo final de una vida hecha a base de dignidad y aguante, lágrimas contenidas, alguna distancia y muchas noches de insomnio.
Cuando murió su hermano compartíamos cama en la habitación de adelante en el pueblo y se pasó la noche llorando. Supongo que se pasó alguna más, pero eso yo ya no lo recuerdo.
Siempre quise que ella fuera mi acompañante en la entrega de unos goya. Y haberla visto pisar la arena y mojarse los pies en la orilla de algún mar. Pero nunca la vi fuera de Palencia. Ese lugar donde chavales inquietos nos criábamos para ser fuertes algún día y dar guerra. Dar mucha guerra.
Los detalles no comentados están en otros relatos, en poesías enteras que dediqué a su manera de andar o de llevar unos últimos años a cuestas que la estaban costando demasiado. Hoy me tumbé en la cama para que ella supiera que aprendí a soñar soñando con ella. Para que ella supiera que fue una mujer buena, muy buena, una mujer de esas de las que puedes hablar pero jamás podrás explicarlo todo. Y se me va, y eso me duele porque demuestra la fragilidad de la que está hecha una realidad tan injusta como mis palabras. Se me va, y yo me voy a recostar en la cama, respirando los últimos tragos de un mundo que mañana o pasado o al siguiente será un poco más amargo. Y bastante más hiriente. Quizá soy un ingenuo que piensa que todo esto sirve de algo. Pero hay huellas que nuestra especie debería a toda costa conservar. Para que recordemos que en algún momento no fuimos tan malos. Que hubo gente hinchada de dignidad. Los que se van, pero no se mueren. La niña del pelo blanco. Mi cuna y mi nana.
Apaga las luces.
Hasta mañana, pequeña, duerme.